La integridad de las semillas y la vida campesina


Desde la segunda mitad del siglo XIX la humanidad se encamina a toda velocidad a una riesgosa pérdida de la biodiversidad agrícola que afecta no sólo a las especies cultivadas sino a sus variedades silvestres.
Que las corporaciones nos impongan la tendencia a usar un número limitado de especies agrícolas defendiendo un modelo agrícola industrial centralizado que busca altos rendimientos, conduce a un aplanamiento genético de las semillas. Todas las crisis concomitantes conjugadas deben responder desafíos pendientes si ha de vencerse ese empobrecimiento genético tan rampante. Tenemos que volver a preguntarnos por qué son importantes la diversidad biológica, y nuestro ancestral cuidado de las semillas, cuando se desploma la resistencia a las enfermedades, cuando mueren polinizadores, incrementa la población y se despliegan falsas soluciones que dicen que le darán de comer a la mayoría de la población sin comprender que eso ya lo hacen las redes y tejidos campesinos-indígenas.
Los marcos regulatorios que impulsan gobiernos y empresas golpean a la gente, le imponen más carga, destruyen los vínculos entre la gente y las semillas, entre la gente, sus actividades y sus cuidados ancestrales. El embate corporativo busca marginar la agricultura independiente.
Necesitamos promover un control propio sobre nuestras propias herramientas, sobre nuestras propias fuentes de subsistencia, como las semillas: clave profunda de la producción propia de alimentos y corazón de la autonomía como proyecto.
Respaldemos los sistemas alimentarios propios, tradicionales y contemporáneos impulsando la custodia y el intercambio de nuestras propias semillas campesinas ancestrales. Defendamos y promovamos territorios propios y un autogobierno desde abajo, respetuoso de sus propias maneras. hagámonos cargo entre todas y todos de la integridad de mujeres, hombres, niñas y niños, y de la diversidad profunda de los seres humanos.
Esa autonomía y esa integridad podemos lograrla si promovemos en los hechos soberanía alimentaria. Ésta es una herramienta dúctil si la entendemos como la labor creativa de hacer florecer el monte para que se plene de alimentos al tiempo que se cuida y se potencia la plenitud y fertilidad de suelos, bosques, aguas, y “serpientes de agua”: es decir de los vínculos de los humedales en el monte, bosque, manantiales, arroyos, ríos, mantos acuíferos, mares y lluvias. La clave es que cultivemos un equilibrio entre nosotros y lo que nos potencia, potenciándolo.
Es crucial que los centros de investigación independientes (que no necesariamente responden a los criterios de la Academia sino a ponerse al servicio de comunidades en lucha o resistencia) y los medios libres produzcan suficientes estudios e información que permita que las comunidades se defiendan de corporaciones, gobiernos y organismos internacionales. Tenemos que trabajar desde el nivel de base más profundo hasta el nivel más panorámico, porque es vital entender.
No basta proferir ideologizaciones panfletarias, sectarias o asépticas, que a fin de cuentas resultan normativas.
Diseñemos instrumentos, de todo tipo; imaginemos nuevas herramientas que impidan nuestra deshabilitación; que impidan el daño que nos ocasionan quienes buscan oprimirnos rompiendo nuestros vínculos, al volvernos dependientes, frágiles y desvinculados de nuestros motivos. Nos perdemos si nuestra imaginación es chata y consumista y nos rompen nuestra lucha por la subsistencia, y si nos erosionan nuestros modos de vida, nuestra emocionalidad y cariño comunitarios. No nos queda otra que trabajar en condiciones miserables para otros si nos vuelven lo suficientemente precarizados.
Es crucial nuestra relación con el mundo material, con la naturaleza. El pueblo anishinaabe en Estados Unidos insiste en que “no se trata de cuidar de la naturaleza, sino de constituirnos con la naturaleza actuando como una sola entidad”.
Esto es profundamente político. Cualquier apropiación es un desgarramiento, por más que nos insistan que nos protegen cuando se apropian de nuestras semillas, de nuestros saberes.
Los cuidados reales son vitales y están incrustados, enraizados en la cultura material de los pueblos y sus comunidades, pese a ser menospreciados o incluso perseguidos por los planificadores y los actores corporativos.
Nuestras herramientas liberadoras (investigación, información, reflexión colectiva, construcción colectiva del saber, organización, trabajo cotidiano integral realizado por toda la colectividad sin exclusión de nadie) deben tener la pertinencia de encarar el universo de interacciones entre las comunidades y su entorno de subsistencia (enfrentadas a corporaciones, gobiernos y organismos internacionales). Tenemos que relacionar las comunidades, los movimientos, las luchas, las regiones.
Entre tanto, las corporaciones acuerpan un gran núcleo de sus ataques en esta guerra contra la subsistencia atacando el núcleo ancestral de una alimentación propia y buscan la privatización de las semillas y el monopolio de su intercambio o mercadeo.
Las semillas no son cosas que puedan salirse de su contexto más vasto y regional, de su tramado de relaciones. No se trata de que no se puedan vender, pero es importante resaltar que las semillas son el resultado cambiante de miles de años de manejo colectivo y cuidados mutuos, comunitarios, y de los intercambios por canales de confianza que las dotan de una fortaleza en la diversidad.
Las semillas reflejan directamente estas relaciones. Son los nudos de muy diversos senderos, y el cruce de caminos de mucha gente que las sigue considerando la clave más antigua de una nueva vida —el potencial concentrado de una crianza mutua, un sustento mutuo, una soberanía alimentaria común y por ende una independencia material.
No por nada tanta gente las considera sagradas.
La privatización de las semillas es una ataque directo a la posibilidad actual de contar con sistemas alimentarios independientes. Es una erosión directa de la biodiversidad. Cualquier privatización, cualquier control impuesto a la custodia de las semillas, a los intercambios libres y responsables, disrrumpe la infinita transformación de la semillas, algo que atesora la agricultura campesina milenaria.
Toda patente, “derecho de propiedad intelectual” o de “obtentor”, incluidos los derechos sui géneris o los llamados derechos de propiedad intelectual “colectiva” buscan marginar a la gente de su uso y ejercer un control técnico-científico sobre transformación de las variedades, algo imposible, en el camino de apropiarse y acaparar las fuentes de la vida.
En el fondo de tal control se nos impone de nuevo deshabilitación, fragilidad, precariedad.
Las semillas modificadas genéticamente son una sofisticada escalada en el control: el rasgo genéticamente modificado impide la libre transformación de la semilla “invadida”, es como un grillete genético. Ese rasgo conlleva una etiqueta, que declara la propiedad intelectual de la empresa “inventora”: un código de barras genético.
El intento es imponer una erosión. Lastimar de muerte los sistemas de producción alimentaria independientes, mientras las empresas guardan reservorios genéticos como si eso pudiera sustituir las interacciones reales.
El ataque es tan fuerte que todo el sistema campesino se ve golpeado. La biodiversidad general y la vida entera de las comunidades resultan dañadas, porque se trata de un ataque fundamental a la subsistencia, a la posibilidad de producir nuestra propia comida, con nuestra labor creativa, con nuestros medios, recursos y herramientas. Y un empobrecimiento riesgoso de la diversidad que sustenta la existencia.
En nuestra relación con la naturaleza siempre hay una socialidad, un tramado de saberes que se refuerza mutuamente en la relación. Hoy, los teóricos quieren encapsular esa relación indisoluble llamándole “patrimonios bioculturales”, término problemático porque entraña de inmediato la idea de la monetarización y encapsula la complejidad de infinidad de relaciones actuales e históricas en un solo letrero que facilita su acaparamiento y privatización.
Mientras, las regulaciones, normas, estándares y patentes que promueven los tratados de libre comercio, además de las leyes de semillas privatizadoras, siguen avanzando. Todas las convenciones, las reformas constitucionales elativas a la biodiversidad , las leyes de semillas que se copian de país en país, buscan promover derechos de propiedad intelectual, patentes y otros documentos que refuercen el derecho privado a guardar, usar y comerciar con ciertas variedades, y no con otras, lo que deviene en el corto plazo en un enorme monopolio de unas cuantas mega-empresas.
El mercado lo promueven también imponiendo paquetes tecnológicos que empatan semillas de laboratorio y agroquímicos; imponen los llamados programas de intensificación de cultivos, y una dependencia hacia sus previsiones, fórmulas e insumos, maneras de sembrar, contratos de asociación y su papel concreto en la “integración vertical” de la cadena de suministro.
Es un ataque directo contra las estrategias de sobrevivencia de las comunidades y desquebraja lo que han hecho por siglos. Como la gente no puede cumplir con tanta exigencia, se desploma su posibilidad de vivir de la tierra y termina emigrando, vaciando territorios de tal modo que las corporaciones y sus fondos de inversión los acaparan y los devastan sin miramientos.
No obstante, el poder último de las corporaciones es muy frágil. Las semillas no son cosas, son complejos tramados de relaciones y la transformación de las semillas no puede frenarse por decreto. Así que las corporaciones necesitan garantizar que las comunidades no prevalezcan. Así, además de las patentes imponen sistemas de registro y certificación (de una cierta variedad “ideal” que supuestamente representa a la variedad). Esto es otro modo de erosionar el vasto universo de la semillas mediante unos cuantos ejemplos de su vastísima transformación potencial. En el largo plazo, estas regulaciones serán contraproducentes para sus promotores.
En India, y el continente africano, pero también más y más en América Latina, hay ejemplos de los resultados extremos que estas políticas conllevan. En India los programas de intensificación de cultivos y las semillas de laboratorio, los leoninos contratos, han provocado el suicidio de miles de desesperados campesinos. En África, el sistema es tan autoritario que hay países como Rwanda donde pretenden zonificar donde sí y dónde no cultivar ciertos productos. Hace unos años Paraguay sufrió incluso un golpe de Estado para beneficiar a las grandes corporaciones soyeras multinacionales y transgénicas.
En Europa hubo un momento en que, volviendo a los sistemas feudales, se impulsó que los nuevos “señores” le extrajeran un dinero a los agricultores mediante la inentendible contribución “voluntaria-forzosa” por el uso de semillas y otros materiales vegetales. Voluntaria porque el dueño de una supuesta variedad no puede demostrar que es la exacta suya, con lo que el agricultor contribuye “voluntariamente” para evitar líos,y forzosa porque el agricultor no puede demostrar que no es la variedad del patrón. Tal contribución implica un asentamiento de la relación feudal donde el agricultor tributa a los señores, dueños de la tierra y las semillas.
Se dice que más del 82 por ciento de las semillas que se intercambian comercialmente tiene algún tipo de propiedad intelectual. Seis corporaciones tenían hace unos años 77 por ciento del mercado y hoy escasamente son tres que detentan 60 por ciento del mercado comercial de las semillas y 71 por ciento del mercado de agrotóxicos.
La biología sintética amenaza subsumir todos los esfuerzos agrícolas campesinos, todos los trabajos y saberes en unos pocos procesos de laboratorio que recrudecen la expulsión de gente del campo.
Los tratados de libre comercio van empujando a que todos los países entren al llamado acuerdo de la Unión para la Protección de Obtenciones Vegetales (UPOV) en su versión más actual, la del 1991. Los nuevos tratados como el RCEP en Asia, el TPP en el Pacífico y el Eumeca o T-Mec entre México, Canadá y EUA, impulsan abiertamente la sumisión a UPOV 91.
Su articulado implica que las semillas se registren obligatoriamente y que cuenten con un certificado de que fueron adquiridas en una casa comercial industrial, propiedad de unos cuantos.
Uno de los aspectos más nocivos de UPOV y otras leyes, estándares y previsiones afines en más y más tratados “comerciales” es la criminalización de la custodia, el uso y el intercambio de semillas por canales libres, de confianza. Según éstas, cualquier semilla adquirida fuera de los canales aceptados, es pirata, con efectos de derecho penal: es decir, penas que van de las multas, el decomiso y la destrucción de la semillas hasta el encarcelamiento, lo que atenta contra el núcleo más importante de la autonomía personal y comunitaria actual.
Es un ataque contra una de las estrategias más antiguas de la humanidad. Pretenden volver ilegal el guardar tus propias semillas e intercambiarlas, una estrategia de subsistencia que le resuelve la vida a miles de millones de personas en el planeta desde hace por lo menos 8 mil años.
Ante estas aberraciones, nuestra visión tiene que ser integral. Defender las semillas en abstracto es cosificarlas de igual modo que lo hacen las corporaciones.
Debemos entender cuál es la relación entre el acaparamiento de tierras, el cambio de uso del suelo, la deforestación, la imposición de métodos industriales de agricultura, las semillas de laboratorio (con sus leyes y protecciones nocivas), el envenenamiento del entorno general con sus insumos agrotóxicos (incluidos el agua, el aire, los suelos, los animales, las plantas y las comunidades), la erosión de las estrategias de subsistencia: impedir que la gente resuelva por medios propios lo que más le importa implica la destrucción de la mirada propia, del carácter propio, de la atención puesta en la reproducción propia. Esto supone la expulsión de millones de personas, su marginalización, el crecimiento de las ciudades y la invasión de proyectos extractivistas en los territorios vacíos.
El círculo vicioso no parece tener fin. Sobre todo cuando todas las regulaciones —los tratados de libre comercio, las normas de sanidad alimentaria, los programas y contratos que ligan empresas y agricultores individuales o colectivos— van minando, destruyendo, deshabilitando, descorazonando, erosionando el carácter, el empeño, la mirada, la imaginación para seguir ideando nuestras propias herramientas.
Necesitamos frenar estas iniciativas. Cuestionar la nueva ley de desarrollo agrario que refuerza los impulsos privatizadores de las legislaciones energética, minera y de aguas, y todas las políticas públicas agrícolas individualizantes, por más que se disfracen de “sustentabilidad”.
Las comunidades no se piensan dejar. Van teniendo clara la ofensiva. Hay una convicción comunitaria, y saben qué cuestiones necesitan no olvidar. Su legado sagrado es cuidar las aguas del cielo y de la tierra. Defender sus montes, porque todas estas pretensiones normativas son un atentado contra la autonomía.
Todo esto, ni siquiera se consulta, ni tiene una alerta más clara que nos resalte la urgencia de combatir estas normatividades.
Los peligros aparentemente varían de país en país, pero en realidad podemos emparejar muchos de estos riesgos inminentes, estas lógicas enloquecidas: Estados Unidos, México, Guatemala, Haití, Honduras, El Salvador, Costa Rica, Colombia, Bolivia, Venezuela, Ecuador, Argentina, Paraguay, Uruguay. Brasil entró en un régimen del horror, pero no lejos está Macri en Argentina. Aun en Canadá el gobierno y las corporaciones se enseñorean y transgreden los derechos territoriales, con el fracking y la búsqueda del gas shale.
Un asunto de fondo, con su torrente de futuro, es entender que una agricultura campesina no implica sólo cultivar alimentos. Como bien lo saben en los pueblos originarios de todo el continente, hablamos de cuidados detallados y cotidianos que pasan por la recolección, la caza, la pesca, el cuidado de animales de traspatio, la selección, custodia e intercambio de las semillas, y la infinidad de detalles vinculados con el aire, el clima, el agua, los signos de la luna, la cosecha de agua, el manejo ancestral de los equilibrios, y los quehaceres cotidianos más pasados por alto, desde limpiar y barrer, lavar, tender camas, cocinar, coser, remendar, hacer prendas, atender a quien enferma, reflexionar con las demás personas, restañar a quien sufre, y buscar entender juntas y juntos, cuidar la seguridad de la familia y la comunidad, luchar por la justicia, implicarnos en lo urgente y lo importante. Cuidados de todo el año.
Estos detalles a lo largo del ciclo anual, van tejiendo un sentido de responsabilidad que reconstituye el carácter, impulsa nuestro sentido de responsabilidad hacia las demás personas con quienes convivimos, y sobre todo, nos recupera la necesidad de defendernos contra los ataques a nuestra integridad.
Este texto no habría sido posible sin abrevar de todo el trabajo de sistematización de más de 30 años de GRAIN. Las argumentaciones presentes en este texto son centralmente reflexiones de dicho colectivo del que soy parte.

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