El largo camino al Mictlán, la tierra de los muertos


La muerte es un nuevo comienzo, los primeros pasos en la región de las sombras, en la oscuridad absoluta, sin ventanas, “de donde no se sale ni se puede volver”.
El Mictlán no era un lugar de castigo, era un lugar de destrucción. Antes de partir se le humedecía la cabeza al muerto y se la daba un jarro con agua para resistir la travesía:
Remontar dos sierras
Vadear un río custodiado por una serpiente
Pasar por un lugar protegido por un lagarto
Atravesar un cerro de pedernales
Ascender ocho páramos donde el viento corta como navajas
Surcar ocho collados donde no cesa de nevar
Cruzar el río Chiconahuapan
Al cruzar este río, recuerda Guillermo Arriaga en su libro El Salvaje, los muertos descubren que al llegar a la ribera, los aguardan sus perros. “Al reconocer a su dueño, menean sus colas, felices por el reencuentro”. El perro es el guía en esos infiernos. Juntos al Mictlán.
Pero quienes maltrataron en vida a sus perros, escribe Arriaga, no tendrán compañía.

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